Marzo de 1869. El Paraguay se desangra en los estertores de la cruel Guerra de la Triple Alianza. Una procesión de casi dos mil espectros andrajosos, mayoritariamente mujeres, junto a ancianos y niños, ingresa a paso tambaleante por la única calle polvorienta de Yhú, entonces una aldea de poco más de veinte casas entre los montes del Ka’aguazu.
Tras puertas apenas entreabiertas, los pobladores observan esa irrupción indeseable. Todos han recibido la orden de no acercarse a las recién llegadas, las tristemente célebres “destinadas”, acusadas de traición a la patria, presuntamente por conspirar con el enemigo para derrocar al mariscal Francisco Solano López, o simplemente por ser esposas o familiares de los ajusticiados en los tribunales de sangre de San Fernando.
Hija de una distinguida familia yhuense, María Ana Paredes Villagra no puede contenerse al ver esos rostros afligidos que desfilan con un mudo grito de súplica en las miradas. Una anciana tropieza y cae al suelo. María Ana levanta el pesado cántaro con agua y sale al encuentro de las desterradas. Se arrodilla junto a la matrona caída y le acerca un cuenco a la boca, mientras le moja la frente con la punta de su chal humedecido.
Un soldado casi tan flaco como sus prisioneras corre hacia ella con su pesado fusil en ristre, pero María Ana se levanta, altiva, desafiante. El soldado retrocede. La anciana matrona se incorpora y se apoya en ella, con una suave sonrisa.
Durante los seis meses en que las “destinadas” son mantenidas en Yhú, María Ana enfrenta el miedo y los prejuicios de sus compueblanos para tender un puente de solidaridad y auxilio humanitario. Soporta con altivez las amenazas, proveyendo alimentos, medicina y consuelo a las parias de la guerra, con la creciente adhesión de otros yhuenses.
El 18 de setiembre de 1869 llega la orden de que las “destinadas” sean evacuadas a Espadín. La legión de espectros harapientos se pone en marcha hacia la última estación del calvario. Madame Dorotea Duprad de Lasserre recuerda a María Ana, altiva y solidaria, despidiéndolas al frente de los pobladores de Yhú como un ángel difuminado tras una nube de polvareda.
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Marzo de 1980. Lidia Barreto de Portillo, Ña Atala, se remanga el vestido y se dispone a arrinconar los muebles de su casa, en Asunción, para dar origen al Hogar Albino Luís.
Nacida en Yhú, en el mismo olvidado pueblo que un siglo atrás conoció el anónimo heroísmo de su compueblana María Ana, esta humilde mujer campesina llegó a la capital para estudiar enfermería y obstetricia con el fruto del sacrificio familiar.
En Asunción, Lidia Barreto se casa y en setiembre de 1961 da a luz a Albino Luis, quien nace con retardo mental y dificultades físicas. Sufre en carne propia el rechazo y la discriminación, la falta de lugares en donde brindar atención a los chicos con necesidades especiales. Entonces, ella decide transformar su hogar en El Hogar.
En una cruzada al principio solitaria, pero que de a poco va ganando a otros voluntariosos quijotes, Ña Atala emprende el rescate de los abandonados por ser diferentes. A un niño lo encuentra atado con cadenas a un árbol. Los libera y los trae a su casa, para brindarles techo, comida, educación, cuidados médicos especializados, rehabilitación y, por sobre todo, amor.
Golpea mil puertas, organiza mil ferias y actividades para conseguir fondos y ayudas. Encuentra tiempo para fundar el Centro Yhuense de Residentes en Asunción, para ayudar a su nunca olvidada patria chica.
Crea dos hogares más, y junto a su querido Albino Luis llega a tener muchos otros hijos, quizás no de su sangre, pero si de su alma. Con el cuerpo cansado, aunque con el espíritu imbatible, Ña Atala termina de entregar su vida y fallece a los 86 años de edad. Su legado sobrevive como una luz en medio de la oscuridad.
***
(En mi querido pueblo natal, Yhú, muy pocos conocen las historias de estas dos admirables mujeres. Hay calles que llevan nombres de lejanos héroes, pero ninguna evoca a estas dos dignas hijas de la comunidad. En el Día Internacional de la Mujer escribo sus vidas como un pequeño homenaje a la memoria).
Tras puertas apenas entreabiertas, los pobladores observan esa irrupción indeseable. Todos han recibido la orden de no acercarse a las recién llegadas, las tristemente célebres “destinadas”, acusadas de traición a la patria, presuntamente por conspirar con el enemigo para derrocar al mariscal Francisco Solano López, o simplemente por ser esposas o familiares de los ajusticiados en los tribunales de sangre de San Fernando.
Hija de una distinguida familia yhuense, María Ana Paredes Villagra no puede contenerse al ver esos rostros afligidos que desfilan con un mudo grito de súplica en las miradas. Una anciana tropieza y cae al suelo. María Ana levanta el pesado cántaro con agua y sale al encuentro de las desterradas. Se arrodilla junto a la matrona caída y le acerca un cuenco a la boca, mientras le moja la frente con la punta de su chal humedecido.
Un soldado casi tan flaco como sus prisioneras corre hacia ella con su pesado fusil en ristre, pero María Ana se levanta, altiva, desafiante. El soldado retrocede. La anciana matrona se incorpora y se apoya en ella, con una suave sonrisa.
Durante los seis meses en que las “destinadas” son mantenidas en Yhú, María Ana enfrenta el miedo y los prejuicios de sus compueblanos para tender un puente de solidaridad y auxilio humanitario. Soporta con altivez las amenazas, proveyendo alimentos, medicina y consuelo a las parias de la guerra, con la creciente adhesión de otros yhuenses.
El 18 de setiembre de 1869 llega la orden de que las “destinadas” sean evacuadas a Espadín. La legión de espectros harapientos se pone en marcha hacia la última estación del calvario. Madame Dorotea Duprad de Lasserre recuerda a María Ana, altiva y solidaria, despidiéndolas al frente de los pobladores de Yhú como un ángel difuminado tras una nube de polvareda.
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Marzo de 1980. Lidia Barreto de Portillo, Ña Atala, se remanga el vestido y se dispone a arrinconar los muebles de su casa, en Asunción, para dar origen al Hogar Albino Luís.
Nacida en Yhú, en el mismo olvidado pueblo que un siglo atrás conoció el anónimo heroísmo de su compueblana María Ana, esta humilde mujer campesina llegó a la capital para estudiar enfermería y obstetricia con el fruto del sacrificio familiar.
En Asunción, Lidia Barreto se casa y en setiembre de 1961 da a luz a Albino Luis, quien nace con retardo mental y dificultades físicas. Sufre en carne propia el rechazo y la discriminación, la falta de lugares en donde brindar atención a los chicos con necesidades especiales. Entonces, ella decide transformar su hogar en El Hogar.
En una cruzada al principio solitaria, pero que de a poco va ganando a otros voluntariosos quijotes, Ña Atala emprende el rescate de los abandonados por ser diferentes. A un niño lo encuentra atado con cadenas a un árbol. Los libera y los trae a su casa, para brindarles techo, comida, educación, cuidados médicos especializados, rehabilitación y, por sobre todo, amor.
Golpea mil puertas, organiza mil ferias y actividades para conseguir fondos y ayudas. Encuentra tiempo para fundar el Centro Yhuense de Residentes en Asunción, para ayudar a su nunca olvidada patria chica.
Crea dos hogares más, y junto a su querido Albino Luis llega a tener muchos otros hijos, quizás no de su sangre, pero si de su alma. Con el cuerpo cansado, aunque con el espíritu imbatible, Ña Atala termina de entregar su vida y fallece a los 86 años de edad. Su legado sobrevive como una luz en medio de la oscuridad.
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(En mi querido pueblo natal, Yhú, muy pocos conocen las historias de estas dos admirables mujeres. Hay calles que llevan nombres de lejanos héroes, pero ninguna evoca a estas dos dignas hijas de la comunidad. En el Día Internacional de la Mujer escribo sus vidas como un pequeño homenaje a la memoria).
Bello homenaje Colmán, y cuantos héroes son olvidados así, parecería ser que unicamente aquellos que entregaron nuestras tierras en tontas guerras, tienen derecho a ser recordados.
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