A veces, la presencia de periodistas en una zona de conflicto cambia la historia y ayuda a que soplen vientos de justicia.
Sucedió en Yuquyry, Santa Lucía, Alto Paraná, donde un grupo de campesinos mantienen en jaque a los indígenas Ava Guaraní, a quienes les han invadido su propiedad para talar árboles y traficar ilegalmente con la madera, con el respaldo de políticos colorados y liberales.
El miércoles 28 de mayo, tras un año de estériles reclamos ante la Justicia por parte de los aborígenes, una comitiva fiscal-policial desalojó simbólicamente a los invasores, destruyendo sus ranchos y hornos de carbón.
Al atardecer del sábado 31, los campesinos cobraron venganza. Con disparos de armas de fuego cerraron el paso de una camioneta y tomaron como rehenes a las monjas Ángela Balbuena y Mirian Saucedo, a la estudiante belga Maureen Janssens y a nueve indígenas. El relato de las mujeres es terrorífico: las maltrataron, robaron sus pertenencias y amenazaron con violarlas y matarlas. El jefe del puesto policial logró rescatarlas tras ardua negociación con los agresores.
El lunes 2 de junio, varios periodistas llegamos a la fiscalía de San Alberto, donde las monjas prestaban declaración. El fiscal Julio César Yegros dijo que todo estaba bajo control, pues una dotación de policías al mando del comisario de Itakyry, Amado Arévalos, había ido a dar seguridad a los indígenas y perseguir a invasores y secuestradores.
Técnicamente ya teníamos la nota, podíamos volver tranquilos a Ciudad del Este. Santa Lucía queda a 170 kilómetros, el camino es muy feo y en nuestras empresas nos piden racionalizar recursos. Pero una voz interior nos pedía hacer el esfuerzo de ir a ver qué más estaba sucediendo.
Cuando llegamos a Yuquyry, hallamos a los indígenas conmocionados. Acababan de ser víctimas de un violento allanamiento sin orden judicial por parte del escuadrón que supuestamente debía darles seguridad. Les quitaron sus escopetas, herramientas y hasta las ropas del comisario de la comunidad. Los policías llegaron guiados por una dirigente del mismo grupo acusado de invasión y secuestro.
Fue estimulante ver a los colegas interpelando con grabadoras, micrófonos y cámaras al comisario Arévalos sobre su inexplicable procedimiento. Fue interesante ver como los indígenas, que hasta hacía un momento se sentían desamparados ante la prepotencia y la impunidad, descubrían que la prensa era un instrumento para hacer valer sus derechos. Fue patético ver al jefe policial caer en contradicciones, incapaz de justificar su actuación, devolver las pertenencias decomisadas y en horas más ser relevado del cargo.
No tendría que ser así. Nuestra función de periodistas debería limitarse a informar. Pero cuando los más débiles son avasallados, cuando la Policía y la Justicia favorecen a los delincuentes, no queda más alternativa que hacer de lado la objetividad y asumir el vacío que las instituciones del Estado no cumplen.
Ahora, ¿cuánto dura eso? Los periodistas estamos otra vez en la Redacción… y los indígenas de Yuquyry continúan allí, a merced de la violencia, de la injusticia, de la impunidad.
Sucedió en Yuquyry, Santa Lucía, Alto Paraná, donde un grupo de campesinos mantienen en jaque a los indígenas Ava Guaraní, a quienes les han invadido su propiedad para talar árboles y traficar ilegalmente con la madera, con el respaldo de políticos colorados y liberales.
El miércoles 28 de mayo, tras un año de estériles reclamos ante la Justicia por parte de los aborígenes, una comitiva fiscal-policial desalojó simbólicamente a los invasores, destruyendo sus ranchos y hornos de carbón.
Al atardecer del sábado 31, los campesinos cobraron venganza. Con disparos de armas de fuego cerraron el paso de una camioneta y tomaron como rehenes a las monjas Ángela Balbuena y Mirian Saucedo, a la estudiante belga Maureen Janssens y a nueve indígenas. El relato de las mujeres es terrorífico: las maltrataron, robaron sus pertenencias y amenazaron con violarlas y matarlas. El jefe del puesto policial logró rescatarlas tras ardua negociación con los agresores.
El lunes 2 de junio, varios periodistas llegamos a la fiscalía de San Alberto, donde las monjas prestaban declaración. El fiscal Julio César Yegros dijo que todo estaba bajo control, pues una dotación de policías al mando del comisario de Itakyry, Amado Arévalos, había ido a dar seguridad a los indígenas y perseguir a invasores y secuestradores.
Técnicamente ya teníamos la nota, podíamos volver tranquilos a Ciudad del Este. Santa Lucía queda a 170 kilómetros, el camino es muy feo y en nuestras empresas nos piden racionalizar recursos. Pero una voz interior nos pedía hacer el esfuerzo de ir a ver qué más estaba sucediendo.
Cuando llegamos a Yuquyry, hallamos a los indígenas conmocionados. Acababan de ser víctimas de un violento allanamiento sin orden judicial por parte del escuadrón que supuestamente debía darles seguridad. Les quitaron sus escopetas, herramientas y hasta las ropas del comisario de la comunidad. Los policías llegaron guiados por una dirigente del mismo grupo acusado de invasión y secuestro.
Fue estimulante ver a los colegas interpelando con grabadoras, micrófonos y cámaras al comisario Arévalos sobre su inexplicable procedimiento. Fue interesante ver como los indígenas, que hasta hacía un momento se sentían desamparados ante la prepotencia y la impunidad, descubrían que la prensa era un instrumento para hacer valer sus derechos. Fue patético ver al jefe policial caer en contradicciones, incapaz de justificar su actuación, devolver las pertenencias decomisadas y en horas más ser relevado del cargo.
No tendría que ser así. Nuestra función de periodistas debería limitarse a informar. Pero cuando los más débiles son avasallados, cuando la Policía y la Justicia favorecen a los delincuentes, no queda más alternativa que hacer de lado la objetividad y asumir el vacío que las instituciones del Estado no cumplen.
Ahora, ¿cuánto dura eso? Los periodistas estamos otra vez en la Redacción… y los indígenas de Yuquyry continúan allí, a merced de la violencia, de la injusticia, de la impunidad.
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