En Paso Barreto, en Hugua Ñandú, en Yvyraty... se respira miedo.
Los pobladores agachan la cabeza ante la llegada de cualquier extraño, huyen de la presencia de cámaras y micrófonos como si fueran signos de una peste terrorífica, y mandan a las mujeres y a los niños a encerrarse en el interior de las humildes viviendas, cerrando sus puertas y ventanas.
He recorrido en muchas ocasiones anteriores estos desolados y olvidados territorios del norte del país, y nunca antes había sentido esta especie de angustia colectiva, este no entender qué es lo que está pasando, esta forma de percibir las horas siguientes como una gran incógnita.
Veo miedo en los ojos de Sotero Jara, el laborioso poblador cuya casa está al lado de la del hoy prófugo dirigente campesino Alejandro Ramos, el que ocultó el campamento de los presuntos guerrilleros del Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) en un pequeño bosque de su patio trasero, en Yvaroty, a solo 12 kilómetros del centro urbano de Horqueta. A Sotero se le quiebra la voz y le tiemblan las manos, no quiere dejar de ser amable con el visitante, pero no sabe cuál de sus palabras podría costarle un alto precio, solo por haber sido vecino de una realidad que todos veían, pero nadie quería ver.
Veo miedo en la mirada de Asunción Duarte, presidente de la Organización Campesina del Norte (OCN), mientras compartimos un almuerzo en un céntrico bar de Horqueta. "Ijetu'u ko asunto, ndaikatúi ha'epa la ha'eséva (es serio este asunto, no puedo decir todo lo que quiero decir)", admite, en un momento de franqueza. El gremio que dirige pasa por un delicado momento, al revelarse que algunos miembros históricos tienen fuertes relaciones con el EPP, y a él le duele que la historia de valiosas luchas del campesinado norteño sea descalificada por la acción radicalizada de unos pocos.
Hay miedo en los silencios de Cecilio Ledesma, el ganadero que accidentalmente descubrió el campamento del EPP en Horqueta, cuando seguía las huellas de su vaca robada, y la encontró convertida en charque y asado por los presuntos guerrilleros. Dijo al principio que podía reconocer a los abigeos, pero ahora cambió su versión testifical en la Fiscalía y asegura que nunca les vio los rostros.
Hay miedo en los rostros de los peones de las estancias Mabel y Rancho Z, desde que su patrón fue llevado por hombres con armas y uniforme de combate, y todos los días nos preguntan a los periodistas qué sabemos sobre el secuestro de Fidel Zavala.
Hay miedo en los rostros del escuelero Miguelito, de la lavandera Ña Jacinta, del almacenero don Mario, que se preguntan cómo pudimos llegar a esto, quien dejó que las cosas llegaran a este punto, por qué las autoridades y los políticos hablan tanto allá en Asunción, pero nadie viene aquí y hace algo para hacerles sentir menos solos y asustados, para curar esta enfermedad colectiva que se llama miedo.
Los pobladores agachan la cabeza ante la llegada de cualquier extraño, huyen de la presencia de cámaras y micrófonos como si fueran signos de una peste terrorífica, y mandan a las mujeres y a los niños a encerrarse en el interior de las humildes viviendas, cerrando sus puertas y ventanas.
He recorrido en muchas ocasiones anteriores estos desolados y olvidados territorios del norte del país, y nunca antes había sentido esta especie de angustia colectiva, este no entender qué es lo que está pasando, esta forma de percibir las horas siguientes como una gran incógnita.
Veo miedo en los ojos de Sotero Jara, el laborioso poblador cuya casa está al lado de la del hoy prófugo dirigente campesino Alejandro Ramos, el que ocultó el campamento de los presuntos guerrilleros del Ejército del Pueblo Paraguayo (EPP) en un pequeño bosque de su patio trasero, en Yvaroty, a solo 12 kilómetros del centro urbano de Horqueta. A Sotero se le quiebra la voz y le tiemblan las manos, no quiere dejar de ser amable con el visitante, pero no sabe cuál de sus palabras podría costarle un alto precio, solo por haber sido vecino de una realidad que todos veían, pero nadie quería ver.
Veo miedo en la mirada de Asunción Duarte, presidente de la Organización Campesina del Norte (OCN), mientras compartimos un almuerzo en un céntrico bar de Horqueta. "Ijetu'u ko asunto, ndaikatúi ha'epa la ha'eséva (es serio este asunto, no puedo decir todo lo que quiero decir)", admite, en un momento de franqueza. El gremio que dirige pasa por un delicado momento, al revelarse que algunos miembros históricos tienen fuertes relaciones con el EPP, y a él le duele que la historia de valiosas luchas del campesinado norteño sea descalificada por la acción radicalizada de unos pocos.
Hay miedo en los silencios de Cecilio Ledesma, el ganadero que accidentalmente descubrió el campamento del EPP en Horqueta, cuando seguía las huellas de su vaca robada, y la encontró convertida en charque y asado por los presuntos guerrilleros. Dijo al principio que podía reconocer a los abigeos, pero ahora cambió su versión testifical en la Fiscalía y asegura que nunca les vio los rostros.
Hay miedo en los rostros de los peones de las estancias Mabel y Rancho Z, desde que su patrón fue llevado por hombres con armas y uniforme de combate, y todos los días nos preguntan a los periodistas qué sabemos sobre el secuestro de Fidel Zavala.
Hay miedo en los rostros del escuelero Miguelito, de la lavandera Ña Jacinta, del almacenero don Mario, que se preguntan cómo pudimos llegar a esto, quien dejó que las cosas llegaran a este punto, por qué las autoridades y los políticos hablan tanto allá en Asunción, pero nadie viene aquí y hace algo para hacerles sentir menos solos y asustados, para curar esta enfermedad colectiva que se llama miedo.
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