sábado, 9 de octubre de 2010

El invisible Paraguay kamba


Entre las muchas deudas pendientes que el Paraguay tiene con sus habitantes a lo largo de su historia, hay una que es quizás la más dura, la más negada y la más invisible: el necesario reconocimiento de su población afrodescendiente, la que formó parte de esta Nación desde su periodo colonial, y que hoy sobrevive aún ignorada bajo el ropaje de oscuras sombras.
Soy de los muchos que crecimos aprendiendo la mentirosa lección escolar de que “en el Paraguay no hubo esclavos negros”, y de que los pocos únicos son los que llegaron en 1820 con el caudillo uruguayo Gervasio Artigas.
La primera en romper el mito fue la querida Josefina Plá, en 1972, con su libro fundacional Hermano negro. En los últimos años, una nueva generación de historiadores, como Ignacio Telesca, nos revela que hubo una importante y numerosa presencia africana desde el mismo inicio de la colonia. Según censos de 1782 y 1799, los pardos, entre esclavos y libres, conformaban más del 11% de la población de país. La esclavitud se mantuvo aun después de la Independencia, hasta 1870. Una de las instituciones que más mantenía esclavos era la Iglesia Católica, en sus órdenes religiosas.
Esta semana me ha tocado asistir en Managua, Nicaragua, a un encuentro de periodistas de toda América Latina, convocados por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), para conocer de primera mano y debatir las más recientes investigaciones sobre derechos de la población afrodescendiente en el continente.
Ha sido una experiencia rica aproximarse a las valiosas maneras en que las organizaciones de afrodescendientes reivindican el reconocimiento de su identidad, su cultura y sus derechos, a lo largo de los países de la América también negra. Y es triste y doloroso saber que el Paraguay está entre los países que menos reconocen la existencia, la visibilidad y los derechos de su población de piel más oscura.
El Gobierno del Paraguay no tiene una sola dependencia oficial que se ocupe del colectivo afro descendiente, y todo recae muy amplia y genéricamente en la Defensoría del Pueblo. No hay datos ni cifras estadísticas oficiales sobre el porcentaje de la población que se considera parte de este grupo humano. La mayoría de los demás países latinoamericanos incluirán en su próximo censo preguntas para saber quiénes y cuántos son afro descendientes, pero aquí no existe esa intención. Solo se ha podido hacer una prueba piloto, a iniciativa de comunidades como la de Kamba Kua, pero a base de voluntariado y poco respaldo institucional.
En pleno Siglo Veintiuno, pareciera que los paraguayos y las paraguayas seguimos teniendo vergüenza de reconocer que una buena parte de nuestra historia, de nuestra identidad y nuestra cultura, además de europea e indígena, es también kamba. Hay una sonoridad de tambores llegados del África que se ha metido hondamente en nuestra polca, como lo demuestran valiosos trabajos realizados por músicos como Rolando Chaparro con su Afropolka, y Mario Casartelli con su Kamba mba’epu. Quizás en esta negación haya también una parte de culpa por la esclavitud que les hicieron padecer nuestros antepasados blancos, o un racismo latente que sobrevive, aunque no lo queramos asumir conscientemente.

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