miércoles, 28 de noviembre de 2007

El micrófono de la radio es mucho más que un simple trozo de metal

Pedro Juan Caballero, verano de 1985.
Desde la ventanilla, la ciudad se extendía como un árido sueño difuminado entre remolinos de tierra roja.
El ómnibus me dejó frente a un céntrico hotel, en la zona más turbulenta junto a la línea divisoria. La tarde empezaba a caer y el aire parecía impregnado con un denso olor a barricada. Me instalé en una habitación y pedí un teléfono. Busqué el número del corresponsal que alguien me había apuntado en un papel. Me habían dicho que se trataba del director de una radio local.
El papel decía: 2598, Radio Mburucuyá, Santiago Leguizamón.
Una voz grave y enérgica me respondió desde el otro lado del tubo. Le expliqué que acababa de llegar, enviado por el diario para realizar una serie de notas periodísticas, y que necesitaba su ayuda. Me preguntó donde estaba alojado y le di el nombre del hotel. Entonces, con un tono imperativo que en principio me asustó, me ordenó que recogiera inmediatamente mis cosas y lo esperara a la entrada.
-Vas a venir a la radio –me dijo-. No voy a permitir que un colega quede abandonado en ese antro de pandillaje.
Toda protesta fue en vano. Quince minutos más tarde, un hombre corpulento y burlón preguntaba por mí en la recepción. Allí empecé a conocerlo, sin presagiar todavía que me encontraba frente a la dimensión de una leyenda.

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En esa época, el local de Radio Mburucuyá no era más que una pequeña casa de tablas construida en medio de un enorme terreno baldío, casi en las afueras de la ciudad, a unos setecientos metros de la “terra de ningueim” (tierra de nadie), como llaman los lugareños a ese mundo entre dos países que es la frontera seca paraguayo-brasileña.
Una precaria torre de metal que bailaba con las ráfagas del viento norte le servía de antena. Más de una vez la estructura fue derribada por las tormentas, pero a los pocos días estaba otra vez levantada, desafiante, irradiando su mensaje transgresor.
Adentro, en un pequeño estudio armado con equipos que parecían sacados de un museo, Santiago Leguizamón ofrecía cotidianamente su programa Puertas abiertas, un espacio de libre comunicación que abarcaba todo el territorio de la mañana, tejiendo una amplia red de información y solidaridad, mas allá del constante sobresalto de vivir en la frontera.
Me impresionó encontrar esa línea periodística tan claramente crítica y comprometida con el cambio en una radioemisora del interior, sobre todo en una zona tan marcada por la corrupción y la violencia como el Amambay. En medio de la tormentosa niebla represiva de la dictadura, Santiago había logrado encender una luz de esperanza para toda la ciudadanía honesta de Pedro Juan Caballero, con la que se identificaron decididamente quienes deseaban convertir esa comarca del terror en un espacio de integración y convivencia solidaria.

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-¿Por qué Radio Mburucuyá es prácticamente una excepción con respecto a las demás radios del interior? –le pregunté una mañana, mientras tomábamos mate en el estudio, antes de empezar la transmisión.
-El secreto es muy sencillo –me respondió-. Para mí, el micrófono de la radio es mucho más que un simple trozo de metal.

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Su dormitorio estaba instalado en una habitación contigua al estudio de la radio. Allí, al lado de la suya, en forma permanente había dos o tres camas disponibles “para los atorrantes que siempre caen de visita”. Le gustaba compartir su casa, su vida y su trabajo, como si la entrega hacia los demás fuera su mejor forma de ser feliz.
Como empresario era buen periodista. Pasaba avisos radiales que nunca se facturaban, porque eran pedidos de sus múltiples amigos o correspondían a algún servicio social. Allá por el 88 se le ocurrió la idea de instalar un “negocio anexo” a la emisora, un lavadero automático para vehículos, que resultó en un rotundo fracaso. Allí quedaron las costosas instalaciones, sub utilizadas para lavar los “móviles” de la radio, que se reducían a una camioneta, una citroneta destartalada, una moto y algunas bicicletas.
Desde 1990 había comenzado a editar Mburucuyá Revista. Perdía plata, pero no le importaba.
-Si quisiera volverme millonario, vendería la radio y me dedicaría al contrabando –me dijo una vez-. Me resultaría tremendamente fácil, porque conozco a todos los mafiosos de la zona.

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Conocía a la mafia, sí. Pero desde el otro lado de las barricadas de combate, que había comenzado a edificar con sus palabras aceradas, defendiendo a golpes de claridad el nebuloso sueño de la democracia.
Cada vez que uno de sus móviles llamaba para informar que había amanecido un cuerpo acribillado en medio de la línea divisoria, Santiago se indignaba porque daban la noticia como quien informa sobre el estado de tiempo.
“No podemos resignarnos a aceptar el crimen en Pedro Juan como parte de la vida cotidiana. Cada asesinato tiene que seguir siendo un motivo de escándalo”, exhortaba en sus programas.
Una de sus frases favoritas era la que se atribuye a San Juan Crisóstomo y que estampó con letras visibles en el primer número de Mburucuyá Revista. La frase dice: “Hay que temer más el escándalo que produce el silencio, y no el escándalo que proviene de la verdad revelada”.

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Vivir bajo constante presión y recibiendo continuas amenazas no le impedía derrochar su espíritu farrista y dicharachero. Le gustaba organizar asados en el patio de la radio, compartir el whisky, la cerveza o la caipirinha. Acudía casi todos los días a almorzar en su lugar favorito: el “Pato Restaurante”, propiedad de uno de sus amigos más queridos, Julio Cesar Acosta, entonces presidente de la Liga Deportiva del Amambay, quien se negaba a cobrarle la cuenta a pesar de sus continuas protestas.
“La feijoada que preparan en el Pato es lo mejor de Pedro Juan y Ponta Porá”, solia propagar. Precisamente, ese trágico viernes del 26 de abril de 1991, Santiago se dirigía al mismo local para celebrar el Día del Periodista con sus amigos y toda la gente de la radio, cuando la muerte lo esperó en una esquina. Desde entonces, en el Pato quedó un lugar vacío junto a una mesa que ya nunca nadie podrá llenar.

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En principio se burlaba de las amenazas de muerte y los avisos que le hacían llegar los mafiosos. Aquella mañana, horas antes de su muerte, le dijo a Humberto Rubín: “Prefiero la muerte física a la muerte ética”. Llevaba un revólver en la guantera, más para tranquilizar a sus amigos que como verdadera medida de precaución. Aceptaba la compañía de su fiel e incondicional secretario Pedro “Carapé” Cabral, no tanto por seguridad, sino para tener a álguien que oyera sus plagueos.
La ultima vez que lo vi fue dos meses antes de su muerte, cuando pasó por la redacción del diario a dejarme los últimos ejemplares de su revista. Me contó que un conocido industrial yerbatero de Pedro Juan le había dicho: “Cuidate, porque te van a matar”.
Recuerdo que en esa ocasión le pregunté algo que ya varias veces le habíamos cuestionado con otros colegas: si valía la pena ese estilo de “periodismo kamikaze” que él ejercía con tanta audacia en esa región donde no hay policías ni jueces que te puedan proteger. Recuerdo que hubo un largo silencio, antes de que me respondiera con otra pregunta: “¿Y te parece que hay otra manera...?”.

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Cuando se supo la trágica noticia, me encontraba con los colegas Héctor Guerín y Oscar Torrents en Ciudad del Este, en una conferencia con los estudiantes de periodismo, y recuerdo que ninguno supo qué decir. Nos quedamos largamente en silencio, juntando bronca y dolor
Después vinieron las marchas, el sepelio desgarrador, la indignación, las promesas del presidente Rodríguez: “No descansaremos hasta atrapar a los asesinos”. El rostro de Santiago multiplicado en pancartas y volantes. Santiago con alas de ángel dibujado por Casartelli. Santiago estatua de bronce gracias a Herman Guggiari. Santiago convertido en nombre de una calle. Santiago premio de periodismo. Santiago en los informes internacionales sobre derechos humanos. Santiago ritual de encuentro cada 26 de abril, con flores, discursos y velas encendidas. Santiago grito, canción, proclama, símbolo vivo, espina lacerante.
Y por detrás de todo, una realidad cruel: el caso Santiago Leguizamón es el patético ejemplo de la inoperancia del trabajo policial y judicial en el Paraguay.

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