viernes, 30 de noviembre de 2007

O oscuras en la Capital de la Energía

Lo primero que me llamó la atención, al entrar a un popular restaurante de Ciudad del Este, fue que todas las mesas lucían enormes velas en el centro. “¡Que romántico!”, le comenté a la amiga que me acompañaba. Me miró y sonrió, con una expresión burlona que significaba: “¡Pobre tonto, no sabés lo que te espera!”.
Era una linda noche de vientos y relámpagos que estallaban en el horizonte, presagiando una fresca lluvia de verano. Yo llevaba pocos días de haberme mudado a la capital del Alto Paraná, y tenía ganas de descubrir sus encantos y misterios. Así que me dejé invitar a esa cena de bienvenida, dispuesto a disfrutar de una amable plática y un buen tinto malbec con mi amiga fronteriza.
Me llamó la atención que los mozos no hubieran encendido ninguna de las velas. Cuando uno de ellos se acercó a tomar nuestros pedidos, estuve a punto de pedirle aplicar la llamita mágica, pero mi amiga dijo: “No, esperá nomás, ya verás para qué sirven las velas. No es que los esteños seamos románticos… ¡apenas somos prácticos!”.
No entendí lo que me quiso decir hasta unos veinte minutos después, cuando se produjo el ruido de una explosión lejana, un intenso parpadeo de la luz, un “¡ooooohhh!” colectivo, y de golpe el mundo se volvió oscuro, muy oscuro.
Entonces sí, los mozos acudieron presurosos a encender las velas, y el ambiente se transformó como si hubiéramos dado un salto hacia atrás en el tiempo, transportándonos a plena época medieval.
–¿Ahora entendés para qué son las velas? –me explicó mi amiga–. Aquí, en Ciudad del Este, la energía eléctrica se corta a cada rato, apenas sopla un viento fuerte o hace mucho calor.
–Pero… en la radio repiten siempre que vivimos en “la Capital de la Energía” –intenté protestar–. Que tenemos Acaray, Itaipú, la hidroeléctrica más grande del mundo…
–Vos haceme caso –me aconsejó–. Comprá velas, linternas y mucha agua mineral…
Le dije que estaba exagerando y no le hice caso. La luz regresó cerca de tres horas después, cuando ya habíamos abandonado el restaurante y transitado por las calles oscuras y tenebrosas, mirando con envidia que al otro lado del río la brasileña ciudad de Foz de Yguazú estaba luminosa y resplandeciente.
A la siguiente noche me arrepentí de no hacerle caso. Estaba en mi departamento viendo una película, cuando otra vez sentí el ruido de la explosión, el parpadeo, y la oscuridad total. Busqué velas, linternas, pero sabía que no los tenía. Lo único que tenía a mano para proyectar una tenue luz era la pantalla del celular.
Fueron largas horas de silencio y oscuridad. Hacía calor, mucho calor. Abrí la canilla del lavabo para tratar de refrescarme, pero solo se escuchaba un sordo gorgoteo. Ni una gota de agua. Después me enteré que cuando se corta la luz, también se corta el agua, por no sé qué curiosos mecanismos técnicos que vuelven dependientes a un servicio del otro.
La luz llegó casi al amanecer, cuando ya los mosquitos se habían adueñado de la casa. Lo primero que hice, a la mañana, fue acudir al supermercado y comprar provisiones de velas, linternas, y bidones de agua mineral para todo un año.
Ahora ya no me toman desprevenido. En poco más de dos meses de vivir en CDE he pasado por más de veinte cortes de luz y agua corriente, ya me volví un experto en bañarme con el contenido de apenas un vaso de agua mineral, en cocinar con un calentador a alcohol, en leer, escribir y hacer muchas otras cosas a la luz del fuego ritual, como los hombres de las cavernas.
Todavía no entiendo porqué si vivimos junto a dos de las tres principales represas del país, tenemos un servicio de energía eléctrica tan precario y deficiente. La otra vez le escuché al jefe regional de la Administración Nacional de Electricidad (Ande) explicar que la red local está colapsada, que los transformadores no dan abasto y explotan por exceso de demanda, que no hay recursos para ampliar los equipamientos, etc. ¿Y que hace Itaipú gastando millones en construir escuelas, hospitales o caminos, en abierta campaña electoral proselitista, en vez de preocuparse de que lo que produce –la energía eléctrica- le llegue con eficiencia a los usuarios? ¿Entonces hay que pedirle a los Ministerios de Salud y Educación que nos arreglen el tendido eléctrico?
Ya aprendí, como todos los esteños, a ser más práctico que romántico y a andar por la vida con linternas, velas, fósforos y bidones de agua. Solo que cuando escucho a los locutores locales pasar el jingle de que vivimos en “la capital de la energía” tengo ganas de tirarles con el medidor por la cabeza.

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