viernes, 19 de octubre de 2007

Yo fui testigo de aquel crimen


“Siete caídas pasaron por mí,
y todas las siete desaparecieron.
Cesó el estruendo de las cascadas,
y con él la memoria de los indios…”.


Recuerdo vívidamente la primera vez que las ví y las sentí, como uno de los momentos más emocionantes de mi existencia. Aquella tarde de mayo de 1970 yo era apenas un febril niño de 9 años, recién llegado desde Yhú a la frontera de Salto del Guairá, y mi padre me llevó a ver las “Siete Quedas” (así las llamaban, en portuñol).
Nunca me alcanzaron las palabras para describir tanta maravilla. Caminamos varios kilómetros por un sendero en medio del monte, mientras un asustador retumbo iba creciendo como el rugir de un monstruo medieval. Cuando el estruendo se volvió ensordecedor, sentí que frescas gotas de agua se filtraban entre el follaje y me golpeaban suavemente en el rostro.
-¿Llueve…? -le pregunté a Papá.
-No -respondió-, son las lágrimas de las Siete Quedas.
La espesura se abrió y emergimos del lado paraguayo en lo alto de un risco, frente a la séptima caída, la más grande, la denominada Garganta del Diablo, aunque hubiera sido más propicio llamarla Garganta de Dios. Torrentes de espumas blancas que bramaban enloquecidas, arrojándose por las laderas de basalto negro, enmarcadas por el verde bosque atlántico, contra un cielo increíblemente azul. Como si aún faltaran colores, las murallas de agua saltaban contra el Sol para componer embriagantes arcos iris.
Desde ese día me volví un fanático y enamorado de los Saltos del Guairá. Me escapaba de casa bien temprano a la mañana, con una mochila al hombro, para explorar hasta la noche cada rincón de mi edén particular. ¿Siete Caídas? ¡Yo conté más de cien, de todos los tamaños, colores y formas!

“Y desaparecen
por la ingrata intervención
de los tecnócratas.
Aquí, siete visiones,
siete esculturas
de líquido perfil
se disuelven
entre cálculos computadorizados
de un país que va dejando de ser humano
para volverse empresa gélida...”.


El día en que supe que iban a morir ahogadas “en nombre del progreso”, bajo el nivel del embalse de la “mayor hidroléctrica del mundo”, sentí una gran aflicción. Yo tenía entonces 17 años, y gracias a la generosidad de mis amigo y maestro Pablo R. Benítez conducía un breve programa radial de comentarios, “Hechos y cosas”, en los mediodías de ZP 27, Radio Mbaracayú. Aquel día titulé mi columna: “Un asesinato ecológico”.
Quizás me olvidé de que vivíamos bajo la dictadura del general Alfredo Stroessner, y que las obras del Superior Gobierno no se cuestionan. Un soldadito vino a buscarme a la radio y me llevó “demorado” hasta la delegación, donde luego de varias horas de espera inquietante apareció el jefe de policía para darme una “reprimenda paternal” sobre el ejercicio responsable del periodismo en la “democracia sin comunismo”.
Me dejaron en libertad, solo para enterarme en la radio de que mi programa había sido cancelado “por orden superior”. Ese día tuve la certeza de que iba a ser periodista para siempre.

“Del movimiento surge una represa
de la agitación, un silencio
empresarial, de hidroeléctrico proyecto.
Vamos a ofrecer todo el confort
que luz y fuerza tarifada generan
a costo de otro bien que no tiene precio
ni rescate, empobreciendo la vida,
en la feroz ilusión de enriquecerla”.


Entre el 13 y el 27 de octubre de 1982, asistí a la lenta agonía de los Saltos del Guairá, cuando se cerraron las compuertas de Itaipú y empezó a crecer el gran lago formado por el embalse. Fue como esa triste escena de “Titanic”, cuando Leonardo Di Caprio nunca acaba de morirse. Pero no era una película, sino la dolorosa vida real.
El agua del Paraná iba subiendo, pero el remolino de los saltos no quería apagarse, y seguía agitándose con un borboteo blanco y espumoso, cada vez más débil. Vi lágrimas en los ojos de las personas que miraban desde la costa paraguaya. Después ya no pude ver nada, porque mis ojos también estaban húmedos.
Allí donde estaba todo el furor y la magia de una de las siete maravillas naturales del mundo, hoy solo queda un quieto e inmenso lago de aguas tristes, junto a una ciudad que solo le guardó el nombre, pero que dejó morir a su principal riqueza sin animarse a alzar la voz.
Hace 25 años, yo fui testigo del mayor asesinato ecológico de toda Sudamérica… y no es algo de lo que tenga particular orgullo.

“Siete Caídas por nosotros pasaron
y no supimos amarlas
y todas las siete fueron muertas
y todas las siete mueren en el aire
siete fantasmas, siete crímenes
de los vivos golpeando a la vida
que nunca mas renacerá..."


(Los versos son del gran poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade, la voz más crítica y clara que se alzó en defensa de los Saltos del Guairá. Este texto fue escrito también para al diario digital SopaBrasiguaia.Com, de Foz de Yguazú, que en estos días está publicando una saga sobre los 25 años de la muerte de la Siete Caídas).

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