jueves, 16 de agosto de 2007

Adiós al Tiranosaurio


Así luce hoy la tumba de Alfredo Stroessner, en el cementerio Campos da Esperança, de Brasilia.(Foto: René González).


A un año de la muerte del ex dictador Alfredo Stroessner

Hace un año, el miércoles 16 de agosto de 2006, el ex dictador Alfredo Stroessner falleció en un hospital de Brasilia. Gracias al dato proveído por una fuente anónima del entorno familiar, fuí el primer periodista en llegar a Brasilia, el domingo 13, con el camarógrafo Rufino Recalde, de Telefuturo. El martes 15 se nos unieron la colega Francisca Pereira y el fotógrafo Claudio Ocampos, de La Nación, y Rolando Rodi, de Canal 13, con quienes establecimos un solidario grupo de trabajo durante toda la cobertura.
El primer día de mi llegada hice amistad con una persona dentro del Hospital Santa Luzia, donde estaba internado el ex dictador, quien en los sucesivos días me proveyó de valiosa información "of the record". Tal como lo habíamos combinado, a pocos minutos de que se produjo el deceso, mi fuente, a quien bauticé como "El Ángel", me llamó al celular y me dijo simplemente: "Ya se foi" (Ya se fue).
Así me convertí en el primer periodista en enterarse del fallecimiento. Le pasé el dato a mis colegas de la Agencia Reuters de Brasilia, que me habían ayudado mucho, y fueron quienes dieron la noticia al mundo. Al día siguiente del sepelio, con Rufino regresamos a visitar la tumba de Stroessner, que lucía desolada y llena de flores marchitas. Esta es la crónica que surgió en esa oportunidad:


La tumba estaba allí, en medio de la desolada vastedad del cementerio Campos da Esperança, en Brasilia.
Unas finas lozas de cemento la recubrían, al fondo de la fosa todavía abierta, por cuyos huecos se podía divisar el ataúd lustroso reposando en la fría penumbra de la bóveda, con los restos de quien alguna vez fue el todopoderoso dictador del Paraguay.
Eran las 10.22 del día viernes 18 de agosto de 2006, el día después del discreto y casi solitario sepelio de Alfredo Stroessner Matiauda, a quien el gran escritor Augusto Roa Bastos bautizara, con certera precisión literaria, como El Tiranosaurio.
Con el camarógrafo Rufino Recalde, de Telefuturo, habíamos resuelto volver al sitio, esperando hallar a algún familiar o seguidor del ex tirano encendiendo velas ante la tumba. Pero no había nadie. Solo las anónimas coronas de flores del día anterior marchitándose sin remedio a un costado y una nube de insectos sobrevolando la fosa polvorienta. Ni familiares, ni guardias, ni cuidadores, ni lápida con nombres, ni velas encendidas, ni flores renovadas.
¿Eso era todo...? ¿Esa tumba desolada y aún abierta era todo lo que quedaba de quien fue el todopoderoso amo y señor del Paraguay durante 35 años? ¿Qué se hizo de toda su gloria tiránica, de su poder arbitrario, de sus ejércitos que sembraban terror, de su legión de fanáticos aduladores, de su compleja red de pyragués? ¿Qué se hizo, general, de tu oscura leyenda? ¿Soñaste alguna vez con este triste y solitario final?

El fin de una historia
Los periodistas ansiamos estar en el lugar de los hechos que marcan la historia de un país, ser observadores directos de un momento crucial para contarlo como solo un comunicador puede hacerlo.
El gran John Reed como cronista de las revoluciones mexicana y rusa; Truman Capote y la violencia del medio oeste americano; Arturo Pérez-Reverte y sus informes desde Sarajevo bajo las bombas; John-Lee Anderson contando la invasión a Irak; Jorge Lanata y sus artículos desde la zona de guerra entre Hizbolá e Israel.
Al igual que muchos colegas, en mi vida profesional me tocó ser cronista de momentos álgidos en la historia contemporánea del Paraguay, pero nunca imaginé que tendría la oportunidad de ver morir de cerca al ex dictador en su lujoso y solitario exilio.
Sábado 12 de agosto, a las 21.50. Una llamada telefónica de Oscar Ayala, jefe de Redacción de Última Hora, interrumpe el inicio de una prometedora noche de diversión: "¿Podés viajar a Brasilia esta madrugada? Dicen que Stroessner está a punto de morir".
Maletas apresuradas, gestiones, contactos, pasajes, viáticos, adioses, un vuelo somnoliento al amanecer. Poco después del mediodía del domingo 13 éramos los primeros periodistas paraguayos que llegaban al Hospital Santa Luzia, en Brasilia, donde el ex general de 93 años, acusado de haber causado directamente el asesinato y la desaparición de más de 400 compatriotas, agonizaba acribillado de agujas y conectado a un respirador artificial, convertido en un anciano esquelético de apenas 45 kilos.

La tumba de la conciencia
Se fue, como si nada. A las 11.20 del miércoles 16 de agosto, su debilitado corazón dejó de latir, vencido por la infección pulmonar, por el peso de los años, por la certeza de que nunca más iba a pisar el suelo que lo vio nacer, a no ser que aceptara rendir cuentas ante la Justicia.
Fue contradictorio pasar esa noche en vela frente a la mansión del exclusivo barrio Lago Sur, junto a los colegas brasileños, observando el hermético y desolado velorio, el paso apresurado de los pocos que llegaban tratando de huir de los flashes de prensa, como si tuvieran vergüenza de ser vistos. ¿Será que la tenían?
Después, el reducido cortejo, la silenciosa lenta marcha por las frías autopistas de Brasilia hasta ese cementerio polvoriento bajo las últimas luces del atardecer. Los discursos nostálgicos. La flor y el puñado de tierra. El final de todo.
Ahora estoy aquí, el día después, solo ante la tumba del Tiranosaurio, cobrándome cuentas en nombre de quienes no pueden estar, preguntándome si acaso será también la tumba de la conciencia, la tumba de las ilusiones de todas sus víctimas de que alguna vez se haga justicia, la tumba de las esperanzas de que alguna vez se recupere todo lo robado.

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