viernes, 30 de noviembre de 2007

O oscuras en la Capital de la Energía

Lo primero que me llamó la atención, al entrar a un popular restaurante de Ciudad del Este, fue que todas las mesas lucían enormes velas en el centro. “¡Que romántico!”, le comenté a la amiga que me acompañaba. Me miró y sonrió, con una expresión burlona que significaba: “¡Pobre tonto, no sabés lo que te espera!”.
Era una linda noche de vientos y relámpagos que estallaban en el horizonte, presagiando una fresca lluvia de verano. Yo llevaba pocos días de haberme mudado a la capital del Alto Paraná, y tenía ganas de descubrir sus encantos y misterios. Así que me dejé invitar a esa cena de bienvenida, dispuesto a disfrutar de una amable plática y un buen tinto malbec con mi amiga fronteriza.
Me llamó la atención que los mozos no hubieran encendido ninguna de las velas. Cuando uno de ellos se acercó a tomar nuestros pedidos, estuve a punto de pedirle aplicar la llamita mágica, pero mi amiga dijo: “No, esperá nomás, ya verás para qué sirven las velas. No es que los esteños seamos románticos… ¡apenas somos prácticos!”.
No entendí lo que me quiso decir hasta unos veinte minutos después, cuando se produjo el ruido de una explosión lejana, un intenso parpadeo de la luz, un “¡ooooohhh!” colectivo, y de golpe el mundo se volvió oscuro, muy oscuro.
Entonces sí, los mozos acudieron presurosos a encender las velas, y el ambiente se transformó como si hubiéramos dado un salto hacia atrás en el tiempo, transportándonos a plena época medieval.
–¿Ahora entendés para qué son las velas? –me explicó mi amiga–. Aquí, en Ciudad del Este, la energía eléctrica se corta a cada rato, apenas sopla un viento fuerte o hace mucho calor.
–Pero… en la radio repiten siempre que vivimos en “la Capital de la Energía” –intenté protestar–. Que tenemos Acaray, Itaipú, la hidroeléctrica más grande del mundo…
–Vos haceme caso –me aconsejó–. Comprá velas, linternas y mucha agua mineral…
Le dije que estaba exagerando y no le hice caso. La luz regresó cerca de tres horas después, cuando ya habíamos abandonado el restaurante y transitado por las calles oscuras y tenebrosas, mirando con envidia que al otro lado del río la brasileña ciudad de Foz de Yguazú estaba luminosa y resplandeciente.
A la siguiente noche me arrepentí de no hacerle caso. Estaba en mi departamento viendo una película, cuando otra vez sentí el ruido de la explosión, el parpadeo, y la oscuridad total. Busqué velas, linternas, pero sabía que no los tenía. Lo único que tenía a mano para proyectar una tenue luz era la pantalla del celular.
Fueron largas horas de silencio y oscuridad. Hacía calor, mucho calor. Abrí la canilla del lavabo para tratar de refrescarme, pero solo se escuchaba un sordo gorgoteo. Ni una gota de agua. Después me enteré que cuando se corta la luz, también se corta el agua, por no sé qué curiosos mecanismos técnicos que vuelven dependientes a un servicio del otro.
La luz llegó casi al amanecer, cuando ya los mosquitos se habían adueñado de la casa. Lo primero que hice, a la mañana, fue acudir al supermercado y comprar provisiones de velas, linternas, y bidones de agua mineral para todo un año.
Ahora ya no me toman desprevenido. En poco más de dos meses de vivir en CDE he pasado por más de veinte cortes de luz y agua corriente, ya me volví un experto en bañarme con el contenido de apenas un vaso de agua mineral, en cocinar con un calentador a alcohol, en leer, escribir y hacer muchas otras cosas a la luz del fuego ritual, como los hombres de las cavernas.
Todavía no entiendo porqué si vivimos junto a dos de las tres principales represas del país, tenemos un servicio de energía eléctrica tan precario y deficiente. La otra vez le escuché al jefe regional de la Administración Nacional de Electricidad (Ande) explicar que la red local está colapsada, que los transformadores no dan abasto y explotan por exceso de demanda, que no hay recursos para ampliar los equipamientos, etc. ¿Y que hace Itaipú gastando millones en construir escuelas, hospitales o caminos, en abierta campaña electoral proselitista, en vez de preocuparse de que lo que produce –la energía eléctrica- le llegue con eficiencia a los usuarios? ¿Entonces hay que pedirle a los Ministerios de Salud y Educación que nos arreglen el tendido eléctrico?
Ya aprendí, como todos los esteños, a ser más práctico que romántico y a andar por la vida con linternas, velas, fósforos y bidones de agua. Solo que cuando escucho a los locutores locales pasar el jingle de que vivimos en “la capital de la energía” tengo ganas de tirarles con el medidor por la cabeza.

miércoles, 28 de noviembre de 2007

El micrófono de la radio es mucho más que un simple trozo de metal

Pedro Juan Caballero, verano de 1985.
Desde la ventanilla, la ciudad se extendía como un árido sueño difuminado entre remolinos de tierra roja.
El ómnibus me dejó frente a un céntrico hotel, en la zona más turbulenta junto a la línea divisoria. La tarde empezaba a caer y el aire parecía impregnado con un denso olor a barricada. Me instalé en una habitación y pedí un teléfono. Busqué el número del corresponsal que alguien me había apuntado en un papel. Me habían dicho que se trataba del director de una radio local.
El papel decía: 2598, Radio Mburucuyá, Santiago Leguizamón.
Una voz grave y enérgica me respondió desde el otro lado del tubo. Le expliqué que acababa de llegar, enviado por el diario para realizar una serie de notas periodísticas, y que necesitaba su ayuda. Me preguntó donde estaba alojado y le di el nombre del hotel. Entonces, con un tono imperativo que en principio me asustó, me ordenó que recogiera inmediatamente mis cosas y lo esperara a la entrada.
-Vas a venir a la radio –me dijo-. No voy a permitir que un colega quede abandonado en ese antro de pandillaje.
Toda protesta fue en vano. Quince minutos más tarde, un hombre corpulento y burlón preguntaba por mí en la recepción. Allí empecé a conocerlo, sin presagiar todavía que me encontraba frente a la dimensión de una leyenda.

* * * *

En esa época, el local de Radio Mburucuyá no era más que una pequeña casa de tablas construida en medio de un enorme terreno baldío, casi en las afueras de la ciudad, a unos setecientos metros de la “terra de ningueim” (tierra de nadie), como llaman los lugareños a ese mundo entre dos países que es la frontera seca paraguayo-brasileña.
Una precaria torre de metal que bailaba con las ráfagas del viento norte le servía de antena. Más de una vez la estructura fue derribada por las tormentas, pero a los pocos días estaba otra vez levantada, desafiante, irradiando su mensaje transgresor.
Adentro, en un pequeño estudio armado con equipos que parecían sacados de un museo, Santiago Leguizamón ofrecía cotidianamente su programa Puertas abiertas, un espacio de libre comunicación que abarcaba todo el territorio de la mañana, tejiendo una amplia red de información y solidaridad, mas allá del constante sobresalto de vivir en la frontera.
Me impresionó encontrar esa línea periodística tan claramente crítica y comprometida con el cambio en una radioemisora del interior, sobre todo en una zona tan marcada por la corrupción y la violencia como el Amambay. En medio de la tormentosa niebla represiva de la dictadura, Santiago había logrado encender una luz de esperanza para toda la ciudadanía honesta de Pedro Juan Caballero, con la que se identificaron decididamente quienes deseaban convertir esa comarca del terror en un espacio de integración y convivencia solidaria.

* * * *

-¿Por qué Radio Mburucuyá es prácticamente una excepción con respecto a las demás radios del interior? –le pregunté una mañana, mientras tomábamos mate en el estudio, antes de empezar la transmisión.
-El secreto es muy sencillo –me respondió-. Para mí, el micrófono de la radio es mucho más que un simple trozo de metal.

* * * *

Su dormitorio estaba instalado en una habitación contigua al estudio de la radio. Allí, al lado de la suya, en forma permanente había dos o tres camas disponibles “para los atorrantes que siempre caen de visita”. Le gustaba compartir su casa, su vida y su trabajo, como si la entrega hacia los demás fuera su mejor forma de ser feliz.
Como empresario era buen periodista. Pasaba avisos radiales que nunca se facturaban, porque eran pedidos de sus múltiples amigos o correspondían a algún servicio social. Allá por el 88 se le ocurrió la idea de instalar un “negocio anexo” a la emisora, un lavadero automático para vehículos, que resultó en un rotundo fracaso. Allí quedaron las costosas instalaciones, sub utilizadas para lavar los “móviles” de la radio, que se reducían a una camioneta, una citroneta destartalada, una moto y algunas bicicletas.
Desde 1990 había comenzado a editar Mburucuyá Revista. Perdía plata, pero no le importaba.
-Si quisiera volverme millonario, vendería la radio y me dedicaría al contrabando –me dijo una vez-. Me resultaría tremendamente fácil, porque conozco a todos los mafiosos de la zona.

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Conocía a la mafia, sí. Pero desde el otro lado de las barricadas de combate, que había comenzado a edificar con sus palabras aceradas, defendiendo a golpes de claridad el nebuloso sueño de la democracia.
Cada vez que uno de sus móviles llamaba para informar que había amanecido un cuerpo acribillado en medio de la línea divisoria, Santiago se indignaba porque daban la noticia como quien informa sobre el estado de tiempo.
“No podemos resignarnos a aceptar el crimen en Pedro Juan como parte de la vida cotidiana. Cada asesinato tiene que seguir siendo un motivo de escándalo”, exhortaba en sus programas.
Una de sus frases favoritas era la que se atribuye a San Juan Crisóstomo y que estampó con letras visibles en el primer número de Mburucuyá Revista. La frase dice: “Hay que temer más el escándalo que produce el silencio, y no el escándalo que proviene de la verdad revelada”.

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Vivir bajo constante presión y recibiendo continuas amenazas no le impedía derrochar su espíritu farrista y dicharachero. Le gustaba organizar asados en el patio de la radio, compartir el whisky, la cerveza o la caipirinha. Acudía casi todos los días a almorzar en su lugar favorito: el “Pato Restaurante”, propiedad de uno de sus amigos más queridos, Julio Cesar Acosta, entonces presidente de la Liga Deportiva del Amambay, quien se negaba a cobrarle la cuenta a pesar de sus continuas protestas.
“La feijoada que preparan en el Pato es lo mejor de Pedro Juan y Ponta Porá”, solia propagar. Precisamente, ese trágico viernes del 26 de abril de 1991, Santiago se dirigía al mismo local para celebrar el Día del Periodista con sus amigos y toda la gente de la radio, cuando la muerte lo esperó en una esquina. Desde entonces, en el Pato quedó un lugar vacío junto a una mesa que ya nunca nadie podrá llenar.

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En principio se burlaba de las amenazas de muerte y los avisos que le hacían llegar los mafiosos. Aquella mañana, horas antes de su muerte, le dijo a Humberto Rubín: “Prefiero la muerte física a la muerte ética”. Llevaba un revólver en la guantera, más para tranquilizar a sus amigos que como verdadera medida de precaución. Aceptaba la compañía de su fiel e incondicional secretario Pedro “Carapé” Cabral, no tanto por seguridad, sino para tener a álguien que oyera sus plagueos.
La ultima vez que lo vi fue dos meses antes de su muerte, cuando pasó por la redacción del diario a dejarme los últimos ejemplares de su revista. Me contó que un conocido industrial yerbatero de Pedro Juan le había dicho: “Cuidate, porque te van a matar”.
Recuerdo que en esa ocasión le pregunté algo que ya varias veces le habíamos cuestionado con otros colegas: si valía la pena ese estilo de “periodismo kamikaze” que él ejercía con tanta audacia en esa región donde no hay policías ni jueces que te puedan proteger. Recuerdo que hubo un largo silencio, antes de que me respondiera con otra pregunta: “¿Y te parece que hay otra manera...?”.

* * * *

Cuando se supo la trágica noticia, me encontraba con los colegas Héctor Guerín y Oscar Torrents en Ciudad del Este, en una conferencia con los estudiantes de periodismo, y recuerdo que ninguno supo qué decir. Nos quedamos largamente en silencio, juntando bronca y dolor
Después vinieron las marchas, el sepelio desgarrador, la indignación, las promesas del presidente Rodríguez: “No descansaremos hasta atrapar a los asesinos”. El rostro de Santiago multiplicado en pancartas y volantes. Santiago con alas de ángel dibujado por Casartelli. Santiago estatua de bronce gracias a Herman Guggiari. Santiago convertido en nombre de una calle. Santiago premio de periodismo. Santiago en los informes internacionales sobre derechos humanos. Santiago ritual de encuentro cada 26 de abril, con flores, discursos y velas encendidas. Santiago grito, canción, proclama, símbolo vivo, espina lacerante.
Y por detrás de todo, una realidad cruel: el caso Santiago Leguizamón es el patético ejemplo de la inoperancia del trabajo policial y judicial en el Paraguay.

jueves, 22 de noviembre de 2007

Morir por un celular


Javier Augusto Brítez, 17 años, era un chico lleno de vida y de sueños. En la noche del lunes 12 de noviembre estaba con un amigo en la vereda de su casa, en el barrio Las Carmelitas de Ciudad del Este, haciéndole escuchar los últimos hits musicales que había bajado de Internet en el dispositivo mp4 de su teléfono celular, cuando la muerte le salió al paso.
Dos jóvenes se acercaron raudamente a bordo de una moto. El que venía detrás, identificado como Fernando Enmanuel Monges, de 19 años, se bajó y les apuntó con un revólver, exigiéndole a Javier que entregue el celular. Todo pasó muy rápido. El chico intentó resistirse. El agresor le disparó seis balazos. Murió poco después en el hospital.
Este caso es apenas uno más entre cientos que sucedieron en los últimos meses. En Ciudad del Este, según estimaciones de la propia Fiscalía, se roban unos 100 teléfonos celulares al día, y muchas de las víctimas son heridas, acuchilladas, baleadas, o asesinadas.
El caso más reciente es el de Denis Augusto Brítez, de 14 años. Su agresor fue otro niño, de apenas 13 años, quien le clavó un puñal entre las costillas y le cortó en la nariz, porque no le entregó rápido el Motorola L7 tan codiciado. Ocurrió en la escuela Primer Intendente Municipal de Ciudad del Este. El pequeño ladrón siempre iba armado a clases, pero como es menor de edad resulta inimputable y ahora está libre.
Antes, un hecho trágico como este era una gran noticia.
Ahora ya no.
El 13 de junio de 2001, el adolescente Diego Báez Mellid, de 15 años, alumno del Colegio Salesianito de Asunción, fue asesinado a puñaladas por otros dos jóvenes solo por robarle la mochila. Entonces fue un escándalo que motivó grandes titulares en los diarios, debates en las radios, largos informes en los noticieros de televisión, durante semanas enteras, y provocó una movilización juvenil sin precedentes. Miles de estudiantes salieron a las calles a exigir justicia y seguridad, con el grito de batalla “¡Basta Ya!”.
Ahora ya no.
Ahora un hecho así merece dos columnas perdidas con un título repetido y esquemático: “Otro joven es asesinado para robarle su celular”. Un flash rápido en la radio. Un informe breve en la tevé. Y rápidamente vamos a un corte comercial o pasamos a otro tema: las próximas elecciones coloradas, el insulto del día del político de turno, el próximo partido de fútbol de la selección paraguaya, la modelo atrevida que se desviste y muestra la cola… Ahora ya nadie sale a la calle, a reclama o a gritar “¡Basta ya!”.
¿Qué nos pasa…?
¿Ya nadie se conmueve ante el dolor sin consuelo de los familiares de las víctimas?
Duele, sí. Duele mucho que te arranquen la vida de un ser querido, así, tan de golpe, tan de sorpresa. Duele el dolor, duele la ausencia, duele la impotencia. Duele que una vida humana, sagrada e invalorable, valga tan poco en estos días: una ajada mochila llena de útiles escolares y sueños juveniles; un teléfono celular, unos billetes mugrientos para financiar un toco de marihuana o una bolsita de crack.
"Duele estar vivo aquí/ donde no hay más que hacer/ que esperar que un loco te acribille a la salida /el país entero se parece a una guarida…", dice Víctor Heredia en una desgarradora canción de su disco "Fénix".
Duele, sí. Duele despertarse frente a la dura, absurda, incomprensible realidad. Duele tratar de entender que lo que siempre parecía lejano, o que siempre le sucedía a otros, de pronto se te haya metido entre las paredes de tu casa, bajo la piel de tu alma. ¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué a mi hijo? ¿Por qué a mi hija? ¿Por qué a nuestro hermano, hermana, compañero, compañera...?
Desde el dolor se pueden entender muchas cosas. La rabia, la indignación, la condena sin discriminación a los políticos, las cruzadas fundamentalistas en favor de leyes más duras y de un Estado aún más represivo.
Duele, sí. Pero no hay que dejar que el dolor nos haga perder de vista el trasfondo de las cosas.
Por ejemplo, que las causas de la violencia criminal no están solamente en la supuesta permisividad de las leyes, sino también en la endémica corrupción que nos agobia, y en las infrahumanas condiciones de miseria en que sobrevive casi la mitad de nuestra población.
Por ejemplo, que la imposición de penas más severas contra los delincuentes no significará tampoco solución alguna, desde el momento en que nuestras cárceles tampoco sirven para rehabilitar a nadie. Por el contrario, son usadas como escuela de criminalidad y como base de operaciones para las mafias organizadas. ¿De qué sirve hacinarlas aún más? ¿Estaremos acaso más seguros con eso?
Los paraguayos y las paraguayas hemos vivido siempre en una sociedad violenta, víctimas de una fuerte cultura represiva, pero que no se ha caracterizado precisamente por reprimir al crimen, sino más bien a los que quieren cambiar este sistema injusto, corrupto y criminal.
Lo preocupante de este caso es que en los últimos años, desde la caída de la dictadura, los ciudadanos hemos logrado pequeños avances hacia una sociedad un poco más democrática, humana y generosa en su legislación. Solo que hemos sido incapaces de erradicar la corrupción, y muchos de esos avances, como las penas sustitutivas, las condenas alternativas o las libertades condicionales, han sido perversamente utilizadas por jueces y fiscales corruptos, incapaces o irresponsables. Sería lamentable que hoy, movidos por el dolor, perdamos esos importantes avances, porque eso significaría que nuestra sociedad seguirá siendo corrupta, pero además se volverá aún mucho más represiva.
Que el dolor sirva de algo bueno. En memoria de nuestros seres queridos exijamos no solamente justicia contra los criminales que nos asaltan en las esquinas, sino también contra los grandes criminales disfrazados de grandes señores que han condenado a este país a convertirse en una inmensa guarida.

viernes, 16 de noviembre de 2007

Política y violencia social en Ciudad del Este


Ciudad del Este tiene todo para convertirse en comunidad modelo: ubicación estratégica privilegiada junto al Brasil y la Argentina, buen diseño urbanístico, lindos paisajes, atractivos turísticos, valiosos recursos naturales, el comercio más dinámico y millonario, la cercanía de la represa de Itaipú, una población cosmopolita y multicultural, gente laboriosa y con ganas de salir adelante. Pero tiene un grave problema: es prisionera de un sistema político salvaje y casi caníbal, que condiciona y asfixia su vida cotidiana.
Lo que sucedió esta semana es un lamentable ejemplo. El lunes 12, la sede comunal amaneció sitiada por cerca de 200 ex empleados que integran el Sindicato de Trabajadores de la Municipalidad de Ciudad del Este (Sitramucde), quienes clausuraron calles, cerraron el tránsito e interrumpieron los servicios públicos, causando un perjuicio evaluado en 500 millones de guaraníes por la intendenta Sandra MacLeod. Exigían la reposición inmediata en los puestos de los cuales fueron despedidos hace siete años por otro intendente.
Los ex municipales son viejos conocidos por su accionar violento, porque en años anteriores ya habían mantenido a la ciudadanía en jaque con sus paros y barricadas, y en 1999 volvieron casi ingobernable la ciudad, al punto de forzar la renuncia del entonces intendente Juan Carlos Barreto.
Su sucesor Eduardo Morales, designado por la Junta, en una arriesgada acción política se amparó en que la última huelga fue declarada ilegal por la Justicia y se sacó el peso de encima: en el 2000 los despidió en forma masiva. Pero los del Sitramucde apelaron y lograron que la Corte revea el fallo. Desde entonces exigen su reposición y no aceptan negociar indemnización.
Visto de este modo, los ex empleados están luchando por un legítimo derecho. Pero quienes habitan Ciudad del Este saben que tras la ilegal acción de esta semana está la mano del oficialismo nicanorista, manejada a través de su principal caudillo en la zona, el todopoderoso director de Itaipú y candidato a senador, Víctor Bernal, con la intención de joderle la vida a su principal contrincante en la región, su otrora socio del alma, el ex intendente y también influyente caudillo regional Javier Zacarías Irún, hoy candidato a vicepresidente por la fórmula de Luis Castiglioni.
Los detalles del conflicto revelan cómo se mueven los hilos desde bambalinas. El lunes la policía de CDE cumplió una función puramente decorativa, viendo como los manifestantes cerraban calles y violaban el derecho a la libre circulación, sin intervenir. El fiscal Félix Rodríguez exhibió una orden del juez Cesar Centurión, que prohíbe manifestaciones a 200 metros de la Municipalidad, pero el jefe de policía Wenceslao Recalde, viejo zorro en estas cuestiones, dijo que él nunca se enteró.
El fiscal Rodríguez anunció que iba a ordenar la prisión del jefe policial por desacato, pero luego sufrió un súbito ataque de amnesia. Ya queríamos ver cómo iba a ser y quién iba a cumplir la presunta orden de prisión (“Arréstese a si mismo y métase en la cárcel”). La intendenta MacLeod acusó que la policía cumplía órdenes directas de Nicanor para no desalojar a los huelguistas.
Si la intención de Bernal y Nicanor era dañar la imagen de Zacarías Irún, en principio lograron un efecto contrario. La administración municipal apareció como víctima del ataque de vándalos y despertó la solidaridad ciudadana y de figuras como el obispo Rogelio Livieres Plano. Pero el miércoles 14, cerca de la medianoche, algún torpe estratega les cambió la política y la sangre casi llegó al río Paraná. Los empleados municipales, dirigidos por altos directivos de la institución, salieron con garrotes y honditas a cagar a golpes a los pocos manifestantes que se encontraban en el campamento, destrozando toldos, sillas y hasta faroles del alumbrado público, y mandando a más de uno al hospital, al mejor estilo de las célebres patotas parapoliciales de Ramón Aquino.
Como trofeo exhibieron bombas molotov, machetes, cuchillos y garrotes que capturaron en su singular cacería, como para demostrar que los violentos eran los manifestantes, y no ellos. La intendenta MacLeod desapareció del mapa y todavía no explicó si ella dio la orden, o si el patoterismo de su gente solo fue producto del excesivo entusiasmo de los muchachos. Los del Sitramucde, que ya tenían las fuerzas menguadas, encontraron el motivo que necesitaban para aparecer como víctimas, reagruparse y volver con todo al día siguiente, a cerrar otra vez calles, siempre ante la pasividad policial.
Así está Ciudad del Este: con una Municipalidad que no puede trabajar y recaudar normalmente, con una población harta de ver conflictos incontrolados y que impiden las labores cotidianas.
Es legítimo que Nicanor, Blanca y Bernal compitan electoralmente contra Castiglioni y Zacarías Irún. Lo ilegítimo es que conviertan a Ciudad del Este (y de alguna manera al resto del país) en un territorio del “todo vale”, y que para lograr sus objetivos instrumenten a la Policía, a la Justicia, y a todas las instituciones públicas, incluyendo a las de salud y educación, provocando caos y anarquía. Una lamentable muestra de cómo la política mal orientada destruye a una comunidad, en lugar de construir.

viernes, 9 de noviembre de 2007

Réquiem para una paraguaya sudaca


Que irónico, mamá. Dijiste que te ibas tan solo por dos años a España, que hacías el gran sacrificio de alejarte de tus hijos y de tus hijas, de trabajar cuidando niños ajenos en tierras tan lejanas y extranjeras para que los tuyos puedan tener un futuro digno en su propio país. Dijiste que te ibas en busca de la vida… ¡y te encontraste con la muerte!
Que trágico y doloroso, mamá. Extrañarte tanto en todos estos meses en que no estabas, esperar cada minuto con angustia para escuchar tu voz lejana y dulce en el teléfono desde el otro lado del mar, abrazar el frío monitor de la computadora cada vez que llegaba un e-mail tuyo como si así te abrazaran a vos y se hiciera menos sentida tu ausencia, soñar cada noche con tu sonrisa iluminando de vuelta los pasillos del aeropuerto… para despertar una mañana y enterarse de que tu ancha sonrisa ya no volverá a descender nunca más de ningún avión, que tu voz no ya volverá a sonar en ningún auricular de ningún teléfono, que tu último e-mail se quedó grabado para siempre en la memoria cibernética de una computadora como una espina lacerante en el corazón.
Cuántas preguntas sin respuestas, mamá. ¿Por qué tenías que irte dejándonos tan huerfanos? ¿Por qué se tienen que ir tantas mamás y tantos papás, aunque les duela tanto y nos duela tanto a todos? ¿Por qué se ha abierto esta brecha tan grande en el corazón de la patria, que nos separa y nos divide, empujando a tantos paraguayos y paraguayas a hipotecarlo todo para poder comprar el pasaje, someterse a un largo vía crucis para obtener el pasaporte, las colas, la humillación, las coimas, los sellos, la visa para un sueño? ¿Qué es lo que pasa con este país, que hace a sus hijos “a su imagen y semejanza, para de sí arrojarlos”, como bien señalaba el querido Augusto Roa Bastos?
Duele, mamá. Duele escuchar que los políticos en campaña electoral no tienen ninguna propuesta seria para enfrentar el drama del éxodo que desangra al Paraguay. O que algunos candidatos o candidatas se burlen del sufrimiento popular, al decir que los paraguayos y las paraguayas ya solo se irán a España de vacaciones. ¡Quien pudiera! Pero todos nosotros bien sabemos que tu sacrificada partida no fue ninguna vacación, que tuviste que dejar atrás partes desgarradas de vos misma, pedazos de tu corazón herido, tus padres, tus hijos, tus afectos, tus nostalgias del valle, la oportunidad arrebatada de una vida digna en tu propia patria, para obligarte definitivamente a ser otro en un mundo ancho y ajeno.
Dicen que ya son 17 los paraguayos y paraguayas que, como vos mamá, se han muerto en España. Si cada vida migrante es ya un drama social, cada muerte se vuelve casi una tragedia griega. Repatriar los restos mortales cuesta mucho dinero y cada día que se mantiene el cuerpo en una morgue española se contabiliza en miles de euros. ¿Cómo pueden pagarlo los familiares, si justamente quienes se van lo hacen por la falta de recursos? No queda más que recurrir nuevamente a la solidaridad ciudadana para pagar los altos costos, ya que el Estado paraguayo no se hace responsable (¿será que últimamente el Estado paraguayo es responsable de algo que no sea la corrupción, la prepotencia oficialista, la injusticia, la pobreza, el éxodo sin fin?).
Que irónico, mamá. Vos que siempre fuiste tan humilde y tan anónima en vida, te has convertido en noticia con tu muerte. Que triste y qué indignante vernos en el velorio de tu cuerpo ausente, con una vela encendida ante la foto de tu sonrisa, transformada en la tapa de los diarios y en la imagen central en los noticieros de televisión.
Si al menos todo esto sirviera para ayudarnos a ver y entender mejor lo que está pasando, y nos llevara a comprometernos a trabajar por cambiar las cosas para construir un Paraguay distinto, en donde irse del país sea una opción libre para cada ciudadano y ciudadana, y no el desesperado y único camino que nos queda, entonces quizás tu sonrisa borrada y tu muerte tan lejana no sería tan en vano, querida mamá. Y del hueco doloroso de tu ausencia irradiaría una nueva luz de amor y de esperanzas.

viernes, 2 de noviembre de 2007

En el país del no me acuerdo


“En el país del no me acuerdo
doy tres pasitos y me pierdo
un pasito para allí
no recuerdo si lo di
un pasito para allá
!ay, que miedo que me da!
En el país del no me acuerdo

doy tres pasitos y me pierdo
un pasito para atrás
y no doy ninguno más
porque yo ya me olvidé
donde puse el otro pie.”
(Una canción infantil de María Helena Walsh, escritora, poeta y cantautora argentina)

El 22 y el 23 de abril de 1996: ¿Será que existieron realmente esos dos días en el calendario? ¿O acaso fueron tragados por alguno de esos agujeros negros en el tiempo, como los que imagina con genial delirio el gran maestro de la ciencia ficción Philip K. Dick?
Recuerdo bien aquella tarde, hace más de once años, cuando un colega de la sección política me contó el rumor que incendiaba el país: El entonces comandante del Ejército, general Lino Oviedo, se había peleado con el presidente Juan Carlos Wasmosy y amenazaba con dar un golpe de Estado.
Recuerdo bien esa larga jornada de adrenalina pura en la Redacción de ÚH. Carreras de periodistas y fotógrafos. Teléfonos que no paraban de sonar. El comunicado del embajador norteamericano que confirma la noticia. Las interminables guardias de prensa frente al destacamento de la Caballería. La renuncia de Wasmosy al cargo de presidente de la República firmada en un trozo de papel blanco. La presión de los países del Mercosur y la visita del secretario general de la OEA, César Gaviria. La gente en las calles, los primeros jóvenes carapintadas que iniciaban una larga vigilia democrática en las plazas del Congreso, la salvaje represión de la policía. ¿Ahora resulta que todo fue mentira, que nada de eso fue verdad? Aquella foto del diputado Marcelo Duarte con la sangre que le manaba de la cabeza por el bastonazo de un casco azul, ¿era solo salsa de tomate? ¿Todo no pasó de un grave fenómeno de alucinación colectiva, como uno de esos sueños nebulosos y recurrentes de Denzel Washington en la película Deja Vu?
En la estupenda novela Cien años de Soledad, el escritor colombiano Gabriel García Márquez cuenta cómo una misteriosa enfermedad llamada “la peste del olvido” se abate sobre los pobladores de Macondo y nadie consigue recordar lo que pasa. ¿Será que el Paraguay es Macondo y escribe su historia sobre la arena? ¿Se han contagiado con la peste del olvido los ministros de la Corte Suprema de Justicia que esta semana borraron con el codo lo que habían escrito antes con la mano, al sentenciar que la realidad nunca existió, y que el general Lino Oviedo nunca intentó alzarse contra el Estado de Derecho, y que por lo tanto está libre de toda condena judicial, libre para ser candidato a presidente de la República, como quiere el Tendotá?
¿Se han contagiado también con la peste del olvido el presidente, los ministros, la mayoría de los diputados y senadores, algunos colegas periodistas y analistas que escribieron sobre el intento de golpe de abril de 1996, pero que hoy meten las manos en los bolsillos y silban bajito mirando al cielo, mientras los intereses políticos pasan como con una topadora por sobre la institucionalidad, la credibilidad y la independencia de la Justicia en el Paraguay?
El problema no es Lino Oviedo. Si no fuera porque no puede explicar coherentemente el origen de su cuantiosa fortuna, o porque no se han podido despejar las sospechas sobre su participación en el asesinato del vicepresidente Argaña y de los jóvenes del Marzo Paraguayo, Oviedo sería un fascinante fenómeno político, un interesante personaje para una novela de realismo mágico latinoamericano. Y sí, hay que reconocer que así como pudo ser victimario de libertades públicas y derechos civiles, también fue víctima y prisionero de una mafia político-económica, y hoy está de vuelta, renacido, casi imparable, otra vez convertido en protagonista estrella de la escena política, potencial candidato a presidente del Paraguay.
El problema es lo que se juega detrás de todo esto: la perversión del sistema democrático, la consagración de la impunidad y de la Justicia instrumentada por el poder político, la corrupción fortalecida, la oposición complaciente o vendida, las esperanzas ciudadanas de un cambio democrático cada vez más lejanas aunque todavía latentes.
Y frente a eso, la grata comprobación de que todavía hay mucha gente que se resiste a sucumbir a la peste del olvido y a convivir en el país del no me acuerdo.